lunes, 20 de diciembre de 2010

Pais grande, pocos habitantes, tierra para pocos, represión para muchos

Invasión Indoamericana.
Por Daniel Goldman. (*)
Somos una sociedad racista, y el racismo siempre es violento. La falta de un debate profundo sobre identidad y diferencia
Les dicen: “bolitas” o “negros de mierda”. Se los acusa de ser la causa del desempleo, cuando en realidad los empleadores, en sus promesas, los contratan por un salario más bajo que el mínimo y, obviamente, sin los aportes correspondientes.
A ellos no les queda otra que aceptar y soportar. Viajan horas para limpiar un inodoro, para enderezar una pared o para coser un botón. Pagan un alquiler en la villa al precio de un departamento céntrico. Es cierto que algunos son inmigrantes ilegales. Tan cierto como que los blanquitos cumplimos a rajatabla con ilegalidades por las que no somos sancionados. Simplemente por eso: porque somos blanquitos.
Hace años, por circunstancias de la vida, adopté a un adolescente con la piel oscura, es decir, más oscura que la mía. Soy un testigo cotidiano de lo que a este pibe le hacían sufrir. Un negro en un espacio blanco. Si él se vestía como yo (la elegancia no es mi característica), era un villero. Ahora, si yo me vestía como él, daba el look de intelectual revolucionario. Sólo nos diferenciaba la pigmentación.

Lo divertido era que cuando al negro lo presentaba como a mi hijo, descolocaba a todos y todos sonreían. Dejaba de ser una intimidación para pasar a ser el hijo del rabino. Y yo era una esperanza blanca que recuperaba a un indio de la barbarie.
Somos una sociedad racista. Y el racismo siempre es violento. Éste es el real debate que debemos tener en nuestra sociedad. Porque ello quedó demostrado con la toma del Indoamericano. El nombre del parque también se carga de una simbología profunda, densa. Los blanquitos hacemos la fantochada de honrarlos con el bautismo de un parque público; claramente, una forma de cómo glorificar nuestras conciencias (claramente, porque si fuese oscuramente estaríamos en problemas).
Pero, por otro lado, la villa tiene que ser su hábitat natural, y que nuestro aporte blancamente diáfano al comedor popular de la basura que nos sobra en casa, nos serene.
La invasión indoamericana nos puso en jaque. Los indoamericanos invadieron nuestro parque. Cuando los ruralistas entraban en la ruta, era en defensa de los intereses de la Nación. Porque un blanco jamás invade. Entra donde le corresponde, y sabe cuándo irse. Porque “el que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen”. Como los pálidos milicos.
El hijo de un italiano, o de un español, o de un polaco (mi caso), fuimos argentinos de primera generación. Lo de nuestros padres fue un aporte. El hijo de un boliviano, o de un paraguayo o de un jujeño, por no irnos tan lejos, tiene que justificar todo el tiempo su argentinidad. Lo de sus padres siempre es una carga y nunca un aporte.
Ya lo decía Borges: “Un argentino es un europeo en el exilio”. Sólo con el debate más intenso vamos a descubrir el tiempo que lleve a las claras la anemia de nuestra quimérica identidad.
El cabecita negra fue declarado “otro”. El “otro” es lo distinto, es lo amenazador, es lo que debe permanecer en el sitio que el “poder” le asigna. “Otro” porque nos-otro-s tenemos una manera de mirar al mundo que el “otro” no tiene. Cuando la otra identidad parece peligrosa, discriminar implica la incapacidad de aceptar las formas de ser y la imposibilidad de respetar las culturas.
Si raza, etnia, clase y género son construcciones sociales centrales para la identificación de la propia identidad y su diferencia con otras, la cultura es el resultado de la forma en que se interpreta esa diferencia, siendo lo resbaladizo y lo que está en juego la situación de cómo se asume al otro, al diferente, al supuestamente distinto, al que tiene una piel extraña.
Es bajo un sistema de representación como se encubre el eje de diferenciación conceptual, que se basa en prácticas concretas,  articuladas por clases sociales y políticas. Por eso, la combinación de identidad y poder en la cultura, si no es trabajada con amplitud espiritual y de criterio, puede resultar un juego letal. Toda discriminación logra derivar en genocidio.
El antirracismo, en un sentido profundo, debe ser un proyecto político-social-económico-religioso-cultural. Tiene que ser claro, batallador, y tiene la obligación de incomodar, para no transmutarse en una herramienta que tranquilice las “santas almas” de los que decimos no discriminar pero que ejercemos el racismo como instrumento cotidiano, cuando la piel del otro, en verdad, atenta contra nuestros propios poderes e intereses.+ (PE/Debate)
(*) Daniel Goldman. Rabino de la comunidad Bet-El, Buenos Aires.
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